sábado, 4 de diciembre de 2010

"MIS SANTOS INOCENTES"

Carlos Miguel Martínez. Madrid 1925

(Fundador de La Colmena)

La Colmena. Escuela de Madrid

MIS SANTOS INOCENTES”

(Crónica en el túnel del tiempo)

Es difícil, cuando has traspasado la barrera de los 80, desenterrar hechos que casi sin saberlo, marcaron el futuro de tu vida. Ahora se habla de “memoria histórica” cuando muy pocos somos ya historia viva. Sumergirse años atrás en el túnel del tiempo, dejando huella de una España de la post guerra, marcada por una contienda cruenta y un pueblo todavía trazando surcos con el arado romano, es tarea bastante ardua en la distancia que hoy nos ocupa. No trato aquí de hacer crónica política, simplemente voy a intentar refrescar mi memoria sobre un pequeño grupo de nueve hombres, que sin tener una idea premeditada, salieron a reflejar los fines de semana con sus modestos equipos fotográficos, la imagen de una Castilla pobre y dolorida.

Hubo quien criticó nuestra verdadera intencionalidad acusándonos de resaltar un mundo de pobreza persistentemente aislado en el tiempo, pero lo cierto es que, sin conciencia de ello, casi sin saberlo, fuimos notarios de algo latente “que estaba allí”, y que con el paso del calendario, más tarde sería un testimonio llamado a desaparecer. Fuimos testigos de algo que 30 años después, la pluma del insigne Miguel Delives plasmara en su novela “Los Santos Inocentes”, y que Mario Camús, el director de cine, trasladara a su cartel de propaganda de la película, mostrando esa humilde familia a la puerta de una casa desvencijada. Benditos nuestros inocentes “reales” que se dejaron retratar reflejando una miseria que intencionadamente no tratábamos de manipular. Nos abrían las puertas de sus casas, y recuerdo haber aceptado en más de una ocasión un vaso de vino que levantaba ampollas en las tripas. En ocasiones, este iba acompañado de un trozo de morcilla, que a ellos no les sobraba, y que compensaba la acidez del caldo ofrecido. Eran nuestros amigos, y nunca, nunca jamás, les reflejamos con aviesas intenciones tratando de dañar su imagen. El tiempo nos ha dado la razón, pese a que anteriormente otros enterraron nuestra obra pretendiendo someterla en el olvido. Nuestra visión de unos pueblos que más tarde habrían de florecer, u otros que quedaron desiertos con sus techos hundidos ante la prometedora cercanía de la capital, fueron tatuados por nuestras cámaras con más o menos acierto, pero sin inventar nada malintencionadamente.

Éramos nueve muchachos que llegábamos apretujados en dos cochecillos de la época, para transmitirnos intuitivamente nuestro amor por la fotografía, haciendo una radiografía de unos pueblos con adultos mal vestidos, pero eso sí, con sus hijos luciendo ropa de domingo y un único traje que habrían de cuidar hasta quedarles estrecho.

Salíamos de nuestras casas, para aprovechar el tiempo, a las 7 de la mañana con el enfado (los casados) de nuestras familias por robarles parte de un día de asueto, no disculpado pese a volver con algún pan de pueblo bajo el brazo. En alguna ocasión, en aquellos tiempos difíciles, interceptó nuestro paso la Guardia Civil sin entender esa pequeña invasión de extraños haciendo fotos de cosas incomprensibles; luego, tras enseñar nuestros carnets de la Real Sociedad Fotográfica, con la bandera nacional de parte a parte, la cosa quedaba relativamente paliada, pero sin dejar los agentes de vigilarnos discretamente no muy convencidos de nuestras intenciones.

Todos procedíamos de la Real (así la llamábamos). Allí coincidimos y allí maduramos artísticamente, posiblemente sin más nexo que nuestra pasión por el mundo de la imagen. De alguno llegué a ser amigo entrañable, de otros, compañero de aficiones, pero siempre colegas unidos por el lazo amigable del entonces llamado cuarto oscuro, hablando y viviendo en nuestros encuentros de una sola cosa: LA FOTOGRAFÍA. El resto es otra versión personal de la historia que merece capítulo aparte.

El GRUPO. Inicialmente fuimos nueve personas, aunque más tarde, casi como relevo, surgieron otros fotógrafos que nos sucedieron en época y tendencia. Nueve personas quizás muy diferentes entre sí, pero como ocurre con ciertos conjuntos musicales, donde el entorno y el destino hacen que tocando instrumentos diferentes, de repente “surja un sonido armónico inesperado”. Puede que esto resulte fatuo, pero en honor a mis amigos (yo no me incluyo) dudo que jamás en la historia fotográfica de España, exista un grupo independiente que haya cosechado más triunfos y trofeos nacionales e internacionales, como el palmarés obtenido a lo largo de los años por los diversos miembros de La Colmena.

Coincidimos en la “vieja Real” al igual que los pájaros migratorios, que sin un sentido formal, pero intuitivamente, comparten un mismo destino. La Real Sociedad Fotográfica, que en la madrileña calle del Príncipe, hace más de un siglo inaugurara el rey Alfonso XIII, y más tarde presidiera el Nobel Don Ramón y Cajal, pionero en el mundo de la fotografía en color, fue nuestro lugar de encuentro. Por aquellos desgastados escalones, hace más de medio siglo subí de la mano de Nieto Canedo, y por donde también ascendieron los diversos miembros del Grupo como simples aficionados, buscando ingenuamente el amparo y enseñanzas de otros más avezados, y lo único que encontramos fue un grupo cerrado y elitista que marcaba dominantemente la dirección y el itinerario (hablo en términos artísticos) de la Real Sociedad. Dicen que para hacer historia hay que comprometerse; yo quiero limitarme simplemente a referir los hechos. El mencionado sector dominante se tituló “La Palangana” con la explicación literal de que en su conjunto sólo habría cabida para las fotos selectas que cupieran en una palangana, realizadas por supuesto por los beneficiarios de siempre. Aplicado ello a los dirigentes que rigen una sociedad, si esto no es exclusivismo, que venga el Santo Patrón de la fotografía y nos lo explique. Quienes más tarde formamos La Colmena, reunidos los martes y viernes nocturnos, comenzamos a confraternizar formando el núcleo de lo que más tarde seria nuestro Grupo, mostrando unánime disconformidad por lo que ahora podríamos llamar “discriminación artística”. Puede que para muchos esta parte no tenga la mayor relevancia, pero en realidad fue el germen que generó, casi ignorándolo, la formación de nuestra abierta oposición a la dictadura imperante en la Sociedad. Yo (no tengo más remedio que personalizar) mostré mi rechazo con dos artículos publicados contra viento y marea en el Boletín de la Sociedad, titulándolos indistintamente “Los monos y las panteras” y “Si yo tuviera una escoba”, parodiando en este último caso la canción de un conjunto de moda, llamado creo, Los Sirex. En el primero aludía al fracasado intento de un gobierno africano, por equilibrar la fauna decidiendo exterminar la abundancia existente de monos, dando lugar a que creciera peligrosamente la población de panteras. Sobran alusiones. En el segundo escrito, comentaba abiertamente las cosas que barrería “si yo tuviera una escoba”. Ambos artículos cayeron como una bomba para unos, y para la mayoría, como una especie de manifiesto y toque de atención por la situación existente. Con ello comenzaba una oposición que tomó forma abiertamente cuando el grupo, llamemos “dictatorial”, sin someterlo a criterio de nadie, se adjudicó a dedo un viaje a París, subvencionado por una entidad francesa, y de cuyas fotos, dicho sea de paso, no quedó el menor recuerdo que yo sepa, pese al incienso que se le estuvo dando a la expedición durante mucho tiempo. Retratar un Paris de postales, no tenía nada que ver con lo que hizo nuestro Grupo en su momento. De esa arbitrariedad nació La Colmena. El ideario fue que se formara un conjunto de aficionados laboriosos como las abejas y abierto a todo el que quisiera aportar algo multiplicando un panal de celdas, fuera su trabajo, bueno, regular o malo. Curiosamente, a la intencionalidad de dicho núcleo “musical” solamente se sumaron los nueve amigos abiertamente discrepantes con la actual situación. Ni siquiera sabíamos qué íbamos hacer, y surgió la idea de retratar los domingos la Castilla doliente que muchos llevábamos en el corazón. Si ello fue algo rupturista o un estilo preconcebido, es algo que a estas alturas estoy seguro que todos, supervivientes o ausentes, todavía desconocemos, pero lo cierto es que de esa “orquesta” surgió un determinado estilo de fotografía urbana con indiscutible contenido humano cuyo personaje principal fue Castilla. No trato aquí de calificar la obra; de eso que se encarguen los demás. Se habla de “Escuela de Madrid” o de “NEORREALISMO HISPANO”, y de quien tiene o no cabida en dichos calificativos. Da lo mismo cuando miramos hacia atrás sin ira, satisfechos, en fin, de que nuestra obra, aun superada en el tiempo, haya salido a la luz contradiciendo algunas versiones por plumas más o menos bien documentadas, pero que no vivieron los hechos, ni tuvieron conocimiento real de los acontecimientos.

Tampoco pienso que apadrináramos un movimiento especial, y aunque parezca reiterativo, no trato aquí de establecer categorías; simplemente apoyo el desenterrar una labor ya sobradamente identificada por el pertinaz investigador, Pedro Taracena. De aquella Castilla doliente y resignada de la post guerra no he vuelto a ver nada que identifique plenamente la estampa rural de la rememorada época, salvo lo que hizo nuestro Grupo. Quizás tuvimos la oportunidad generacional de captar un momento que no habría de repetirse. Sé que digo esto de forma algo apasionada, pero si ello fuera así, debo justificar que pese a recorrer más de 60 países haciendo fotografías, y con 85 años a mis espaldas, nunca fui tan feliz artísticamente, en la medida que pueda admitirse, como en aquellas salidas dominicales de los años 50. De nuestro grupo inicial sólo quedamos cinco, y algunos como yo, en términos futbolísticos, viviendo “la prórroga”, pero todos, debo añadir, muertos y vivos, (poniéndome a “la cola”), quizás merezcamos como Grupo, un mínimo reconocimiento. Y a ellos, mis queridos compañeros, con más o menos intimidad, pero siempre con gran afecto, quiero referirme seguidamente.

Enfrentarme ahora con el perfil de cada personaje, me resulta tan difícil, como obligado. Quizás mis juicios no sean todo lo acertados que el rigor exige, pero pueden resultar un punto de partida para quienes en el futuro decidan explorar en ese pequeño trozo que nos corresponde en la historia de la fotografía madrileña. Por otro lado mis años me confieren el derecho de opinar libremente sobre un pasado que muchos desconocen, intentando tratar aquí el tema sin un atisbo de superioridad o arrogancia. Remedando la obra de Pirandello, y como grupo, puede que hayamos sido hasta el momento “Nueve personajes en busca de autor”, asumiendo esta tarea el mencionado investigador de este ensayo.

Comenzaré por el más veterano del grupo en lo que respecta a edad y entrega desinteresada al mundo de la imagen. Noventa y siete años cumplidos ¡se dice pronto¡ podrían permitirle hablar como él quisiera del mundo de la fotografía, pero jamás le oí comentar nada negativo sobre nadie. Vicente Nieto Canedo decía que la Real había sido a lo largo de su vida “su segunda casa”. Dio a la entidad más de lo que cualquier socio a lo largo de 70 años haya podido darle, y cuenta con más trofeos y medallas de lo que él admite inmerso en su sincera modestia. Comenzó como un humilde empleado de una empresa de platería hasta que alentado por el entonces director de ARTE FOTOGRÁFICO Ignacio Barceló, dejó su empleo fijo para representar una firma de productos prácticamente desconocidos en esta parte de España. Cito esto, porque sin poner en duda la bondad del producto, Nieto se labró un reconocimiento pleno por su honradez y humildad. Abundo en dicha faceta personal, cuando días atrás (ya sale poco de casa) cogido de mi brazo y encorvado por el tiempo, me fue sorprendiendo relatándome cómo combatió en calidad de miliciano de la República, en la disputada batalla del Alto de Leones de Castilla, la tierra que más tarde retrataría con acierto. Sus archivos, con más de 5.000 negativos incluyendo temas de la Guerra Civil. En 2009 presentó en su ciudad natal, Ponferrada, una exposición con 42 fotografías, recibidas éstas con todos los honores y reconocimientos. Trofeos cantan, iniciada su obra siendo casi un niño, con una cámara Kodak comprada en los desaparecidos almacenes SEPU, por el importe de 13 pesetas (casualmente igual a la que me compraron mis padres por Reyes, antes de la Guerra Civil, como cito más adelante). Los honores, medallas, y menciones dedicadas a Nieto en suplementos periodísticos sobre temas de arte, siguen latentes en torno a un hombre, y esto sí que es sorprendente, que dejó de hacer fotografía en los años 60. Su legado será custodiado, conservado y divulgado por el Ministerio de Cultura, a partir del año 2010.

Seguidamente voy a intentar resumir la controvertida personalidad de otro miembro de La Colmena. Hay personas que pese a tratarlas con asiduidad, nunca llegas a penetrar en su verdadera faceta humana. Sigfrido de Guzmán, ahora, una vez fallecido, merece una biografía bastante más justa que la de los avatares finales sufridos por su obra. Para mí fue, y sigo considerándole, el más completo y al mismo tiempo, el más desconocido del Grupo. Le recuerdo por sus intervenciones jocosas con francas risotadas y chistes gruesos, diametralmente opuestos al verdadero contenido de su personalidad y obra artística. Era capaz de sacar belleza fotográfica a las cosas más feas, desde una silla rota, a un muñeco abandonado en un rincón de un patio miserable, o a un coche desguazado en un vertedero. Su fotografía de una tapia del cementerio, cortada por la estela de un avión a reacción, es de un contraste épico. Hacer hablar a una imagen, como en su caso lograba, es tanto como doblar el contenido artístico de la misma. Y ahora 60 años más tarde, descubro en él, un personaje de literatura rusa. Sigfrido era un artista amante de Wagner, afición inculcada por su padre, que bautizo a sus tres hijos con nombres wagnerianos. Me entero ahora de otra cualidad suya añadida como la de excelente pintor y copista autorizado del Museo del Prado consiguiendo vender sus copias de forma muy estimable en Estados Unidos. Su colección de relojes antiguos espero que hayan tenido mejor andadura que sus fotos y negativos, abandonados en sacos de basura. Y hecha esta observación, paso al detalle anecdótico que quizás pueda acarrearme contradicciones no deseadas, aunque nada puede hacer cambiar la rigurosidad de la historia. Un mendigo que dormía entre cartones descubrió unas abultadas bolsas en la basura, y su interior repleto de fotografías, negativos e incluso (duele decirlo) su carnet de la Real Sociedad Fotográfica. El mendigo fue al siguiente día al rastro y logró vender a un gitano el hallazgo por unas pocas monedas. Éste intuyendo algo importante, se dirigió a José Luis Mur, quizás uno de los más grandes almacenistas en España de material fotográfico y a la vez, coleccionista destacado de cámaras y archivos, quien si supo valorar en justa medida el valioso material, pasando el mismo a engrosar su archivo internacional. José Luis ha engrosado sus colecciones con obras de diversos miembros de La Colmena, lo que supone dar más relevancia a las mismas. Hay que dar gracias a Mur haciéndole un hueco en este relato, como el hombre que un día tendiera una manta los domingos sobre el suelo desnudo del Rastro vendiendo y comprando material usado, y que en la actualidad, mantiene un museo de la fotografía, justamente valorado y muy estimado en Europa. Hoy, profesionalmente, ser amigo de Mur, es todo un lujo, y me siento obligado alabar su labor de mecenas de la fotografía. Para terminar con la breve historia de Sigfrido, miembro de La Colmena, debo alegar que en actualidad, sus fotos tienen justo acomodo en el Museo Reina Sofía, entre otros centros culturales.

Rafael Sanz Lobato fue con Sigfrido el miembro más destacado del Grupo, y posiblemente el primero que se entregó en cuerpo y alma al profesionalismo renunciando a un relevante trabajo en una multinacional; quizás esta determinación le curtió para como los salmones, nadar contra la corriente enfrentándose al competitivo mundo del profesionalismo. Esto que seguidamente relato, puede parecer el retrato de una persona conflictiva, cuando en realidad es que se mantiene fiel a sus principios sin hacer concesiones aunque ello le perjudique. Si queréis verle cabreado, hablarle de la fotografía digital, o lo que él denomina fotos en colorines. Se hace sus propios revelados importando algunos productos de Suiza, siendo sus fórmulas más secretas que las de la Coca Cola. Quiera o no, de forma más técnica y elaborada, es el más fiel seguidor de La Colmena, y roza el estilo inicial de Cristina Rodero. Pero su abanico de versatilidades abarca además el retrato, (para mí como uno de los especialistas más destacados de Europa) también la publicidad, y de su obra, yo destacaría una colección de bodegones compuesta por piezas mecánicas oxidadas, compradas caprichosamente en el Rastro (de las cuales me complazco en tener tres copias) que espero algún día vean la luz en un libro. Rafa, como le llamamos los amigos, aunque a ratos nos ignore, comenzó la peor tragedia que puede ocurrirle a un pintor o fotógrafo, iniciando un acelerado camino hacia la ceguera, que afortunadamente superó para bien de la fotografía, y su estado emocional. Vive y tiene su estudio en un piso del siglo XVII, donde pueden aparecerte gárgolas, escucha música del renacimiento, y lleva la contraria con empecinamiento a todo aquel que tenga la mala suerte de cogerle en días impares. Es el miembro del Grupo que en épocas más o menos intermitentes he tratado, lo que me autoriza con afecto a referir un par de anécdotas que mejor ayudan fotográficamente a definirle. En cierta ocasión tuve la oportunidad de realizar con él un viaje a Cáceres, lugar que él desconocía. La ciudad medieval sin el inserto de figuras humanas que nos convencieran, salvo un sacristán a quien asaltamos sin grandes resultados, aunque de manera inmisericorde, nos llevaron a las afueras. Para mi perplejidad Rafa sacó del maletero un trípode capaz de sujetar un lanza morteros, y una cámara Linhof 13x18. Yo actuaba con mi portátil de medio formato, y mientras despachaba medio aburrido un par de rollos, mi querido amigo enfrentaba su pesada cámara a un paisaje desolado y con las luces ya en el ocaso. Cuando al fin disparó su solitaria foto yo pensé que estaba perdiendo el tiempo. Días más tarde me enseñó en su casa un maravilloso paisaje desértico fruto de aquella única y solitaria toma. Tras ello me sugirió la posibilidad de ir juntos a retratar las antiguas minas romana de Las Medulas. Previamente me mostró una foto suya del lugar…y desistí pensando que yo jamás podría hacer algo parecido a en semejante sitio. Rafa es así, pero conociéndole, hay que quererle y respetarle. Si tuviera que reflejarle poéticamente, citaría aquel trozo de un autor cuyo nombre no recuerdo, refiriéndose a don Miguel de Unamuno:

“Así vivió, terco y fiel

Don Miguel de Unamuno.

Haciendo pajaritas de papel

Y sin ponerse de acuerdo con ninguno”.

Sus pajaritas de papel, son hermosas fotografías que han recaudado más medallas, que el pecho de un general Napoleónico. Por mi parte, gloria y largos años profesionales para el que yo llamo “El irascible cabezota”.

Carlos Hernández Corcho, ya fallecido, resultó para mí una personalidad compleja. Ambos fuimos de los llamados Niños de la Guerra, lastre que en él influyó más de lo normal al ser miembro de una familia exilada en México. Yo le conocí ya afincado en Madrid advirtiendo en él una tristeza y un resentimiento, quizás justificado, que le convertía en una persona huraña. Quizás alguien piense que estas semblanzas no vienen a cuento, pero sí inciden en mi difícil trato con él. Era el único que discutía acaloradamente la bondad de sus tomas sobre las realizadas por los demás, si bien todos, conociéndole, no entraban en debate alguno, ni acusaban las invectivas que siempre acompañaban sus razonamientos. Recuerdo que en uno de mis primeros pasos por el profesionalismo, conseguí la realización del reportaje de la botadura de un gran petrolero en Santander, cuyo nombre omito aunque ya habrá pasado al desguace. Convine con Carlos, por ayudarle, que viniera de ayudante conviniendo por su colaboración una generosa cantidad. El trabajo duró dos días saliendo a alta mar, y realizando más de doscientas cincuenta tomas, algunas en condiciones infernales como las realizadas en la sala de calderas, donde en calzoncillos sudamos hasta perder un objetivo que por la elevada temperatura se le desprendieron las lentes. A mi regreso a Madrid mande realizar copias 20x25, y satisfecho regrese a Santander, pero nunca volví a ver la cara del miserable armador, ya que solo me recibió la secretaria quien ruborizada me transmitió el mensaje de que su jefe ya se había gastado demasiado en la celebración de la botadura. A Carlos el percance sirvió para que lanzara soflamas sobre el capitalismo explotador, pero en aquella época los contratos fotográficos eran verbales. Ateniéndome a esta norma y según mi sentido del honor, tuve que pagar a Carlos lo convenido. Pero el viaje, con hoteles y material fotográfico, incluido el caro objetivo, me empezó a convencer de lo arriesgado de abandonar mis cómodas ocupaciones habituales (que relataré al final). Y evitar tener que andar por el mundo apretando timbres, con facturas impagadas en la mano. Cito esto exculpando a Corcho de aquella experiencia; la responsabilidad, por pecar de confiado era mía, ahora comprendo además que era un hombre con familia y acosado por las necesidades. Con Lobato tampoco se llevó nunca bien al ser ambos caracteres muy opuestos. En su favor debo añadir que Carlos Corcho fue un excelente fotógrafo todo terreno, tanto en su loable y arriesgado instinto reporteril, avalado por dos detenciones durante el periodo franquista, hasta la técnica de estudio que cultivó siguiendo en ocasiones los pasos de Jorge Rueda, pero aunque en su caso concreto, no estoy muy de acuerdo por lo carismático de sus imágenes. Carlos fue conflictivo porque con su entorno, y dada su rebeldía, no podía ser de otra forma. Pese a su calidad profesional tuvo problemas laborales con algunas de las prestigiosas revistas de la época, unido a inconvenientes familiares que no viene a cuento relatar. Para terminar, si ahora le encontrara, le llamaría idiota estrechándole en un fuerte abrazo. No hay vejez mejor llevada, siendo consciente de tus propios defectos, que la de ser indulgente con los amigos. Viene a mi memoria el interpolar una anécdota de sus primeros pasos. Como es lógico él no encajaba en el sistema. Un día metió en una carpeta diversas ampliaciones 50x60 y se fue a conquistar América. Volvió al poco tiempo cariacontecido sin dar explicaciones, que por supuesto tampoco nadie le pidió. Era el estilo de los miembros de La Colmena. Parte de su obra la conserva el coleccionista José Luis Mur. El resto se encuentra en muesos y centros culturales.

Creo que cierta gente nace con un halo invisible que en ciertos aspectos, les hace diferentes a los demás. Este es el caso de Serapio Carreño. Esto puede llamarse tener estilo. Serapio lo tuvo desde que vino al mundo llamado a ascender en la vida partiendo de un modesto empleo de botones en un banco, hasta ser propietario de uno de los principales laboratorios profesionales fotográficos de España, o actuando como reportero gráfico de tarde en tarde, casi por esnobismo, tras dejar la marcha de su negocio en buenas manos. En ocasiones acompañó por lugares perdidos del mundo a su buen amigo Miguel de la Cuadra Salcedo, recorriendo parajes tales como El Amazonas o países lejanos de África. Desde nuestros competidos concursos mensuales en la Real con diapositivas en color, que ganábamos alternativamente, nuestras prácticas de trotamundos siempre tuvieron cierto paralelismo, con mejores resultados prácticos por su parte al colaborar con prestigiosas revistas, y dicho con sinceridad, por la calidad muy superior de sus fotografías. Serapio fue y sigue siendo generoso, tanto con los amigos, como con personas allegadas a quienes cambió favorablemente su condición de vida sin recibir nada a cambio. Su entrada en el mundo de la fotografía se debió a su desmedida afición hacia el mundo de la imagen. Puso un modesto laboratorio en su casa en el que revelaba sus fotografías y las de sus amigos, pasando tiempo después a ser un hombre de empresa, al frente de un gran laboratorio de avanzadas técnicas, y sofisticadas maquinarias donde hasta fue necesario tener que derribar muros para poder instalarlas. El camino que tuvo que recorrer para llegar hasta ahí, le refleja como un hombre lleno de recursos y luchador infatigable contra cualquier adversidad. Quiero relatar a continuación una anécdota que le define perfectamente como profesional de total integridad.

Una acreditada revista en la que colaboraba habitualmente, le encomendó un reportaje sobre los actos por el fallecimiento del Papa Pablo VI. El cadáver se encontraba expuesto en el Vaticano, con la expresa prohibición de realizar fotografías. Serapio, no obstante, descubrió un andamio, ya que parte de la Basílica se encontraba en obras, y por allí ascendió con instinto reportero sin medir las consecuencias. Después de disparar varios carretes en aquella improvisada plataforma, miembros de la guardia personal del Papa se lanzaron como rayos a por el transgresor, pero con tiempo suficiente para que Serapio escamoteara algún carrete. Pese a todo, nuestro amigo de La Colmena, aun tratado con el máximo respeto, estuvo detenido en el retén de seguridad por espacio de varias horas, lugar que abandonó prometiendo por su honor, que la foto del deteriorado Papa no se publicaría ni sería exhibida hasta transcurrido un tiempo razonable. La promesa fue cumplida, sin que por el momento, el citado documento haya visto la luz. Para terminar con mi semblanza sobre Carreño, quiero referirme al reciente homenaje que le brindó una persona entrañablemente unida a él, realizando ésta a su cargo, y secundada en secreto por sus amigos, la edición limitada de un libro a todo color con una corta tirada de 200 ejemplares. El libro de más de 150 páginas de alta calidad, (yo tengo el orgullo de poseer uno dedicado) muestra además de muchas bellas imágenes, la relación afectuosa del fotógrafo-amigo con un extenso mundo de celebridades, retratadas muchas, familiarmente en la intimidad. Ello define la calidad humana y artística de nuestro personaje. Ojala algún día el libro llegue a editarse con una tirada de 200.000 unidades, y Serapio pueda vivirlo antes de acentuarse esa ligera inclinación de espalda que tenemos los mayores, quien como el viejo Atlas, acusamos haber llevado el peso de nuestro mundo particular sobre las espaldas. Para Serapio un apretado abrazo lleno de viejos y añorados recuerdos. Para nuestro Grupo, el orgullo de haber reunido a tan variopintos personajes, que en conjunto, o individualmente, ocuparon y ocupan un lugar en la historia de la fotografía.

José Blanco Pernía siempre fue, y sigue siendo Pepito para todos, aunque paradójicamente, pese a esa familiaridad, creo que nuestro amigo siempre resultó ser el más discreto, y menos comunicativo del Grupo. No recuerdo haberle visto jamás exhibiendo sus obras o haciendo el menor alarde de ellas; ha tenido que transcurrir más de medio siglo para ver algunas de sus fotografías, que a mi juicio, se mantienen dentro del más puro estilo de La Colmena. Fue amigo intimo de Sigfrido de Guzmán, y hasta creo recordar que con actividades afines. Si algún día alguien escribiera la biografía del anterior, Pepito seria una fuente inagotable de anécdotas del inefable Sigfrido. No recuerdo haber visto o tener conocimiento de ninguna exposición de Pepe, salvo la celebrada recientemente en un claustro de un convento de Burgos, lugar más que adecuado a su estricta y recatada personalidad. Como divertimento, en uno de nuestros viajes de la añorada época, le sorprendí fotográficamente mientras desde la altura de un pequeño basamento, un joven Rafa Lobato le pisaba la cabeza. Así la cosa suena a diablos, pero existe el documento risueño como reflejo del ambiente entrañable que reinaba entre nosotros, al igual que también resultó épico, el retrato que Lobato me hizo, sentado en una silla, embutido en una gabardina de invierno, paraguas en mano, y con mis pies desnudos dentro de una Palangana. El negativo de aquella fotografía se conserva en la colección de negativos de Vicente Nieto Canedo y Rafael Sanz Lobato. Aquel retrato, hoy inserto en esta memoria, y que yo exhibí abiertamente en la Real, no tuvo respuesta por parte de nadie, lo cual denota una manifiesta falta de valentía de quienes denostaban nuestra obra.

Pepito fue uno de los que más intimaron a través del tiempo con Lobato, cosa sorprendente dada la complejidad de ambos caracteres. Nuestro amigo resultó ser una especie de Guadiana, apareciendo o no dando señal de vida al igual que el citado rio. Recuerdo que un día, hace de esto mil años, por ciertos problemas que no vienen al caso, se largó a París no retornando nuevamente en España hasta muchos años después. Daría algo por saber qué fotografías realizó en Francia durante su larga estancia, lo que es tan difícil como pedirle un autorretrato dándose un baño de asiento. Tiempo atrás coincidí con él en una exposición, celebrando el encuentro con sincera alegría, aunque me saludó con la misma expresión de un jugador de póker. Estoy seguro, o al menos lo deseo, que celebrara verme, Pero Pepito es así desde mi punto de vista biográfico, que puede no atenerse en absoluto a la realidad. Aunque ya jubilado, supongo que Pepito puede ser el más joven de nuestros supervivientes. Ojalá siga haciendo fotos…y las veamos. Será una buena noticia saber que el más discreto miembro del Grupo, pese a su natural modestia, continúa brillando con su personal estilo. Inmutable amigo, un fuerte abrazo.

Donato de Blas y Evaristo Martínez Botella eran dos excelentes fotógrafos, ajenos antes y después al profesionalismo, si bien podrían haber ocupado un lugar destacado en el mismo. Ambos ejercían el más puro hacer de La Colmena. Mi recuerdo es, que si existe un lugar en el cielo exclusivo para fotógrafos de buen trato y mejor hacer, el Cancerbero del cielo Pedro, debe tenerlos en cuenta, ya que nunca les escuché litigar con nadie ni alabar sus fotografías comparativamente con otras; y mucho menos el quejarse de los que en aquellos eventos nos hacían, o trataban de borrarnos del mundo de la fotografía. No creo que alguno de nosotros les preguntara nada sobre sus ocupaciones habituales, ni que con ellos hubiera habido lugar a otro tipo de charlas más allá que las relativas a disertar sobre la fotografía. En La Real de aquella época no tenía cabida el hacer tertulia sobre el futbol o la política. Donato me parece que regía una imprenta, y una vez fallecido no queda huella de su estela fotográfica en blanco y negro. A través de su hija se ha conseguido encontrar el material suficiente como para presentar una pequeña parte de sus diapositivas al estilo y esencia, en modo rural, del pintor norteamericano Cooper, con imágenes llenas de soledad, en este caso sin figuras, mostrando descarnadamente pueblos un poco fantasmales. Que yo recuerde no creo que ello sea lo mejor de su obra, pero de alguna forma sus fotos, como su recuerdo, siempre estarán entre nosotros.

De Evaristo Martínez Botella, ya también ausente, ha sido imposible contar con algunas de sus obras más significativas, y cabe añadir que aún mantenemos la esperanza de conseguir otras archivadas en determinadas asociaciones fotográficas. Evaristo, algo duro de oído, se hacía escuchar con amables risas y comentarios jocosos siempre llenos de buena intención. Ignoro a qué se dedicaba, pero en lo que no imagino, es peleando en el duro mundo del profesionalismo. Recuerdo una divertida anécdota ocurrida en alguna de nuestras salidas. Deambulando en solitario por un pueblo como era costumbre buscando fotos, vi un portón abierto y metí la cabeza. El bueno de Evaristo había hecho subirse a un bodeguero en lo alto de una escalera de mano y lo estaba retratando, mientras el otro posaba pacientemente sobre un fondo de toneles con un vaso de vino en la diestra. Nuestra norma, no estipulada, pero sí ética, no admitía la posibilidad de pisar la foto a nadie. En el caso de que al siguiente martes en la Real mostráramos la existencia inesperada de otra toma, sobre el mismo tema, pero mejor lograda por alguien, el resto de fotos pasaba al olvido. En el caso del bodeguero me quedé de espectador mientras Botella hacia su foto que más tarde lograría varios merecidos premios. Aquel buen hombre nos invitó a más vasos de tinto de los que tengo por norma admitir hasta en Navidades, y si en aquella época hubieran existido los controles actuales de alcoholemia, yo estaría ahora cumpliendo cadena perpetua.

Y por último me referiré a Carlos Miguel Martínez. Hablar de uno mismo cuando no se tiene la entidad suficiente, ni currículum destacado para realizar una autobiografía, puede resultar tan esperpéntico como fatuo, pero quedaría un cierto vacío en mi relato si al menos no tratara de rellenar el novenario de nuestro Grupo con una ligera incursión a mi vida. Mi visión personal de los amigos que compusieron La Colmena, puede ser tan poco objetiva, como la que concurre al hablar de mi persona. Desde lo más profundo de mi sinceridad, me considero el último de la fila, y si he redactado esta especie de recordatorio de la vida fotográfica de mis amigos, y de la mía propia, ha sido a instancias, como él sabe, del autor del ensayo sobre el NEORREALISMO HISPANO.

Mi iniciación a la fotografía comenzó recién terminada la guerra civil. Había que ayudar en casa y entré a mis 14 años de ayudante de un fotógrafo de bodas y bautizos, llamado Cervera que me hacia trabajar los domingos por un cucurucho compartido de almendras; entonces todavía no se habían inventado los sindicatos. De dicho señor, aparte de su mal trato, solo recuerdo una única foto buena de un toro derribando a un picador. Estuve casi un año quemándome las cejas por disparos de magnesio en bodas y bautizos pero empapándome, con ayuda del único libro de enseñanza de la época, el Namias, de la técnica del laboratorio. Con 16 años pasé a regentar un laboratorio de blanco y negro propiedad de Don Carlos Mahou, gran aficionado a la fotografía y uno de los dueños de la famosa cerveza. Huérfano a los 16 y alternando cuando podía mis estudios, tuve oportunidad de firmar un contrato con los entonces célebres almacenes SEPU para llevar con un ventajoso porcentaje su laboratorio y algo parecido a un photomaton que yo improvisé no me explico cómo. Cito todas estas incidencias para constatar, que, aun cuando hasta casi los 30 años viví otras alternativas, yo estaba predestinado a entrar de lleno en el mundo de la fotografía. Y a ese relato me remito.

Yo llegué a la Fotográfica de la mano de Vicente Nieto Canedo, con la Rollei al hombro siendo ya un persistente aficionado a la fotografía, pero sin idea del retrato, entre otras especialidades, ni nada más allá de las fotos realizadas con bastante oposición, a mi propia familia. La Real me abrió los ojos al maravilloso mundo de la imagen, dándome motivos para abandonar una situación de trabajo estable, para tratar de zambullirme en el duro bregar del profesionalismo. Primero realicé algunos encargos como relato en las memorias de Corcho, luego instalé un laboratorio para profesionales con ciertas limitaciones, pero más inclinado hacia el quehacer de crear empresa, terminé dedicándome de lleno a la producción en serie de diapositivas para el turismo, la educación o series médicas y publicitarias, que culminaron el acompañar con slides los fascículos de Rodríguez de la Fuente, Comandante Cousteau, colecciones de animales y naturaleza, etc. llegando a realizar por medios e instalaciones especiales que en parte yo mismo diseñe, más de dos millones de unidades al mes. Ello me permitió de cuando en cuando, al igual que Serapio Carreño, dejar el negocio en manos de mis hijos, y visitar más de 60 países haciendo diapositivas de medio formato destinadas a mi archivo personal, llegando en ocasiones a publicar en alguna que otra revista. Digo esto, porque pese a ser también periodista gráfico acreditado, como demérito debo añadir que mi profesionalismo fue más un hobby, que un medio de vida, pero de una forma u otra, mi quehacer ha estado ligado durante casi toda mi existencia, al mundo de la fotografía. Antes fui asesor de empresas, escritor de novelas populares policiacas y de aventuras para la Editorial Bruguera con el seudónimo de Charles Mitchell, y algunas otras publicaciones digamos sentimentales, que llegaron a radiarse por capítulos, pero siempre con la dichosa fotografía metida en cabeza. Alegando la excusa de ser explotado literariamente (no quiero citar nombres populares de la radio en aquella época), me lancé al vacio ante mi familia, y como resultado hubo de todo, abundando más lo bueno que lo regular, y mucho menos, lo malo. Tengo a gala el haber sido en determinado momento el mayor fabricante de diapositivas de Europa, desterrando luego éstas por la cinta de video, ellas por el DVD, y la imagen del DVD, por los ordenadores y el digital; lo que ya no puedo, es predecir el futuro, pero hoy cualquier ciudadano provisto de ese artilugio que es el teléfono móvil, puede hacer fotos y regalarlas a televisión. Yo diría que esto es intrusión en el profesionalismo.

Pedro Taracena ha venido a desenterrar La Colmena, y para un anciano de 85 años que ha revelado placas de cristal, y disparado explosiones de magnesio con mecha, ésta inmersión en el pasado ha resultado ser una bocanada de aire fresco, rememorando uno de los pasajes más felices de mi vida. En definitiva, y abundando en el tema, no sé si aquel grupo de muchachos de la postguerra, aportamos algo transcendente en la historia de la fotografía, pero puedo asegurar que llenamos un hueco en nuestra pequeña historia, sin fotos edulcoradas, en un tiempo en que salir con una cámara al hombro, retratando imágenes del momento, podía generarnos algún disgusto, especialmente motivado por ciertos privilegiados protegidos por la cultura del momento. Como final, si algo tengo de meritorio profesionalmente, quiero dedicarle ello a mi hijo hoy, siguiendo también la saga, se juega la vida cámara al hombro por tierras inhóspitas, sorteando grupos guerrilleros, y perpetuando gráficamente el dolor y la crueldad de otros mundos. Que la historia nos juzgue a todos.

Otros movimientos. Llegados hasta aquí es obligado enlazar con otros movimientos o tendencias fotográficas, que como continuismo o colateralmente, surgieron en aquella época. Se especula ahora por algunos investigadores, en medio de cierta confusión interesada, con aquella expresión de “qué fue antes, si el huevo o la gallina”, ello referido a la llamada “Escuela de Madrid” y el “Neorealismo madrileño”. Una cosa tengo clara; antes que cualquiera de estas corrientes fueran establecidas, La Colmena ya había realizado su labor, aunque de forma premeditada o más bien ignorada, ciertos exploradores literarios urdieran posteriormente, historias a gusto del consumidor. Debo insistir que nuestra identidad como Grupo, pese a lo que todavía algunos discuten, quedó definitivamente marcada. Como dato curioso quiero contar, que algunas personas de la Real, sabedoras de nuestro periplo dominguero, se incorporaron a la excursión esporádicamente sin dejar la menor huella. Entre ellos, el propio director de la revista ARTE FOTOGRÁFICO, Ignacio Barceló, a quien Carreño me lo recordaba con un spray en la mano quitando los mosquitos del parabrisas de su coche, y poco adicto a sumarse a ese tipo de aventuras. Que nuestra obra fuera mejor o peor, eso ya es otro cantar, pero como estilo uniforme de fotografía, dentro de un Grupo definido, en aquel tiempo nadie dejó una impronta parecida dentro de un tema monográfico casi específico. La Palangana, coetánea nuestra, realizó otro tipo de fotografía que ahora no juzgo, si bien sirve de punto de partida a muchos especialistas para hacer historia a su manera, aunque por supuesto, no estoy de acuerdo con adjudicarles de pleno la autoría de la Escuela de Madrid.

Las razones por las que se nos haya omitido, (salvo en la época de nuestro nacimiento) históricamente hasta el momento, no quiero encasillarlas en premeditadas intenciones de mala fe por parte de nadie, ya que 60 años de calendario, dan de sí más que suficiente para que nuestra obra pudiera abrirse, como está ocurriendo ahora, artísticamente al mundo. A estas alturas quiero pensar que el individualismo, y la proyección posterior de cada miembro del Grupo, borraron nuestra propia huella, sin pensar que nadie debe renegar de sus orígenes, y que todo creativo, desde la Cueva de Altamira hasta Picasso, evoluciona en el tiempo. Va esto dirigido a algunos de mis amigos sin citar nombres. En sentido positivo pongo el ejemplo de nuestro querido Vicente Nieto, a quien en su tierra natal le rinden honores al acoger su archivo con fotos realizadas mediante una cámara de trece pesetas comprada antes de la guerra. Hay que admitir que él en su momento estaba haciendo historia, y que esto mismo puede aplicarse a La Colmena.

No cabe aquí hacer más comentarios, salvo referirnos, como decimos al principio de éste apartado, a los que metafóricamente cogieron el testigo en un relevo de nuestra presencia como Grupo; y con ello intentar clarificar ese maremágnum de Neorealismo y Escuela de Madrid, o como quieran llamarse las etapas posteriores a nosotros. Sin hacer calificaciones, aquí puede adjudicarse mucha de su paternidad a los creadores de otros estilos, que ni mejores ni peores, pero sí diferentes, surgieron como cohetes creando nuevas corrientes personales. Me perdería citando ejemplos de la evolución fotográfica en España, pero centrándonos en otros destacados y sucesivos artistas a partir de los años sesenta, cabe mencionar a Cristina García Rodero como una de los mejores fotógrafos/as que ha tenido España, integrada actualmente, nada menos que en la acreditada agencia Mágnum, y que en su día salió a retratar pueblos y tipos de nuestras diferentes tierras, en forma muy distanciada de la España rota, o de las fotos de Ortiz Echagüe sin tratar de restar mérito a este pionero de la fotografía que portaba su pesado equipo fotográfico a lomos de un burro. Pero incidiendo en Cristina, hasta me parece un poco presuntuoso ligarla a la estela de nuestro Grupo, aunque no hablamos de calidades, sino del paso al correr de los tiempos. Ejemplos patentes fueron también Fernando Herráez y Jorge Rueda, posteriores a la llamada Escuela de Madrid. Ambos rompieron moldes con una fotografía, digamos que contestataria para la época, pero que tuvo y sigue manteniendo resonancia en todos los ámbitos de la imagen. Para todos ellos, si no hemos acertado a definirlos, nuestro respeto. Y paso a referirme a un excelente fotógrafo y persona que en su día pudo encajar perfectamente en La Colmena.

José María Pueche, ya fallecido, nunca fue profesional, aunque de haberse dedicado a vivir de la imagen, hubiera sido un renombrado fotógrafo como hoy lo es su hijo. Sería pretencioso por mi parte tratar aquí de hacer una biografía del mismo; primero por ignorar su completo currículum, y segundo, porque en este libro su hijo ya le rinde merecido tributo. Remitiéndome por mi parte a relatar alguna pequeña anécdota en torno a su persona. José María padre al margen de un hombre de empresa era un virtuoso del color y maestro del blanco y negro. Nunca formo parte activa en batallitas de salones, ni se enfrentó a nadie defendiendo banderas. No era de La Palangana ni miembro de La Colmena. Tampoco creo que tuviera el menor interés en estar integrado en ningún grupo. En cierta ocasión admirando una de sus diapositivas le pregunté en qué laboratorio profesional revelaba, respondiendo que se lo hacia el mismo en su laboratorio de aficionado con una cubeta de bakelita. Debo aclarar que por entonces el Ektachrome se procesaba con siete baños diferentes, y alguno con una tolerancia de un cuarto de grado. Ante mi estupefacción se ofreció a enseñarme, y a partir de entonces, y a lo largo de toda mi vida, ha sido raro que yo haya encomendado la manipulación de mis carretes a nadie, si bien con el tiempo ya utilicé medios más sofisticados, ya que en mis viajes, no hacia menos de 120 carretes por salida. A José María le conocía todo el mundo profesional y aficionados de nivel avanzado. En la Casa Kodak se hacían cruces de nuestros primitivos lances en color, y cabe decir como dato especial, que el propio Víctor Hasselblad, dueño de la conocida marca, le escribió desde Suecia agradeciéndole la compra de la primera máquina vendida en España. Fue pionero en muchos avances de la fotografía de nuestro país, sin mantener secretos de procedimientos como era habitual en los corrillos de la Real, y al margen de cualquier controversia. Recientemente tuve la oportunidad y el placer de saludar a su hijo José María II, que hoy, siguiendo la saga de su padre, es un acreditado fotógrafo en un amplio abanico de especialidades.

Esto es en resumen, desde mi punto de vista, de la historia y huella de La Colmena.

Agosto de 2010.